viernes, 13 de noviembre de 2020

EL GRAN PROBLEMA DE NUESTRA ERA ES EL MIEDO AL DERRUMBE DE NUESTRA CIVILIZACIÓN.

 

El escritor Paolo Giordano, famoso a los 26 años con el superventas La soledad de los números primos, que ganó el premio Strega en 2008, lo expresa así: “No tengo miedo al contagio, sino a que la civilización se derrumbe”

La epidemia de Covid-19 se ha convertido en la emergencia sanitaria más importante de nuestra época. Este virus es una plaga, nos ha rodeado de desconcierto y confinamiento a toda la sociedad del planeta. Pero también nos ha obligado a una reflexión colectiva : no es ni un mero accidente, ni una calamidad, ni tampoco una novedad: ha ocurrido otras veces y seguirá ocurriendo.

Pero el desconcierto nos ha afectado más de la cuenta: no podemos besar a nadie, nos tomamos la temperatura constantemente, no podemos acercarnos unos a otros, estamos perplejos. Me da la impresión, que hay algo más que nos da miedo. ¿De qué tenemos miedo realmente?, claro que sí, a la enfermedad, pero hay algo debajo de esa perdida de salud. Tenemos miedo a todo lo que el contagio puede cambiar. A descubrir que el andamiaje de la civilización que conocemos caiga como un castillo de naipes. Que todo se derrumbe, se tambalee. Pero también tenemos miedo de lo contrario: de que el miedo pase en vano, sin dejar ningún cambio tras de sí. El virus está señalando nuestras contradicciones.

Como en todas las desgracias, y en toda las guerras, al principio repetíamos una y otra vez: "ya verás, un par de días más y todo volverá a la normalidad".

Pero al igual que otras desgracias no ha ocurrido así, no tenemos anticuerpos contra el Covid-19, pero estamos aprendiendo a resistir la incertidumbre: siempre queremos saber la fecha exacta en que las cosas empiezan y cuándo habrán de terminar. Nos hemos vuelto exigentes con nuestro confort, lo reclamamos como fijo. Estamos acostumbrados a imponerle, a exigirle, nuestro ritmo a la naturaleza, en vez de que sea al contrario. Así, exigimos, siempre exigimos, que el contagio termine en una semana y que todo vuelva a la normalidad: lo exigimos esperando que suceda así. Exigimos la existencia al nivel que la tenemos cada uno individualmente, el resto que “arree”

Pero esta época nos ha movido las certezas, y lo mejor que podemos hacer es recogernos y esperar. Desear lo mejor no equivale a desearlo como nos plazca: esperar lo imposible, o incluso lo muy improbable, no es una certeza científica. El resultado de esperar lo que no es posible es la desilusión, la frustración, la negación de la realidad. En una crisis como ésta, el pensamiento mágico no sólo es falso, sino que nos conduce directamente a la angustia.

El gran icono de nuestra civilización: las ciudades, se cierran: las calles resultan desoladoras, la normalidad que encontramos nos suena fingida, los cambios se palpa por doquier. Las ciudades se tambalean tal como las habíamos pensado.

El contagio ha condicionado todas nuestras relaciones urbanas y traído consigo mucha soledad: la soledad propia de una persona ingresada en la UCI, que tiene que comunicarse con los demás a través de un cristal, las bocas ocultas tras la mascarilla y las miradas llenas de recelo, la de quienes están obligados a quedarse en casa. Todos estamos al mismo tiempo en libertad y bajo arresto domiciliario. Tenemos una necesidad terrible de estar con los demás, entre los demás, a menos de un metro de las personas que nos importan: nos parece tan necesario como respirar.

Por eso nos rebelamos: "¡No permitiré que un virus interrumpa mis relaciones”

La epidemia nos anima a pensar en nosotros mismos como parte de una colectividad. Se nos había olvidado. Nos obliga a hacer un esfuerzo que simplemente no haríamos en una situación normal: reconocernos indisolublemente conectados a los demás y tenerlos en cuenta en nuestras decisiones. El civismo, el respeto, la empatía y el consenso, son necesarios para existir colectivamente en una sociedad planetaria. En tiempos de contagio somos parte de un único organismo; en tiempos de contagio volvemos a ser una comunidad.

Hay una objeción frecuente que surge estos días: si la letalidad del virus es, según parece, modesta en especial para las personas que gozan de buena salud, ¿por qué alguien como yo no puede correr el riesgo personal de seguir con su vida? ¿Es un derecho inalienable de todo ciudadano?

No, no es un derecho individual, no debemos correr riesgos. Por dos razones al menos.

La primera es de salud: el porcentaje de hospitalizaciones a causa del Covid-19 no es en absoluto despreciable. Un exceso de contagios en poco tiempo significaría el diez por ciento de un número muy grande, es decir: tantos ingresos como para acabar con la disponibilidad de camas y personal sanitario o para colapsar todo el sistema de salud. A todos nos afecta.

La segunda razón es sencillamente humana. Si vosotros, jóvenes y sanos, os exponéis al virus, automáticamente lo aproximáis al resto. Durante una epidemia, los más sanos tienen que protegerse a sí mismos para proteger a los demás, a los más frágiles: son el cordón sanitario.

Así pues, lo que hacemos o dejamos de hacer durante el contagio no nos afecta únicamente a nosotros: ésa es una de las cosas que me gustaría recordar cuando todo esto haya acabado.

Philip Warren Anderson lo escribió en un artículo publicado en 1972 en la revista Science: "More is Different" ("Más es diferente"). Cuando lo escribió, se refería a los electrones y a las moléculas, pero también hablaba de nosotros: “el efecto acumulativo de nuestras acciones personales sobre la colectividad es diferente a la suma del efecto de cada una de nuestras acciones considerada individualmente”. Al ser muchos, cada acción tiene consecuencias globales abstractas y difícilmente imaginables. En tiempos de contagio, la carencia de solidaridad es un riesgo muy grave y una falta de imaginación.

La civilización planetaria, globalizada, no es imprecisa, ni proteica, podemos adivinar sus contornos por sus efectos colaterales. Por ejemplo, una pandemia. Por ejemplo, esta nueva responsabilidad compartida a la que nadie puede sustraerse. Las ciudades no pueden sustraerse tampoco de esta responsabilidad compartida. Una ciudad ya no es un mundo único, ni tampoco es un gigantesco garabato. Hasta el ciudadano más estricto y singular tiene su cuota mínima de conexiones y por tanto de responsabilidad. Vivimos, por decirlo de forma matemática, en un grafo enormemente interconectado. Y el virus corre por cada rincón.

Una ciudad no es una isla, un barrio no es una isla, un hogar no es una isla. "Nadie es una isla": aquel trillado verso de John Donne adquiere hoy un significado nuevo y oscuro:

“ Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia”.

Hoy ya no es solo Europa, es todo el planeta. 

 

Vicente Seguí Pérez (Economista-Urbanista)