miércoles, 24 de marzo de 2021

DIALOGO CON LA CIUDAD

Durante esta pandemia, igual que otras muchas personas, hay veces que deambulo por mi casa. Me doy cuenta que hay objetos que podrían estar en mi despacho, en el vestíbulo o en el salón. Esto me ha afianzado en una idea que durante toda mi vida ha ido creciendo dentro mía: huyo de las clasificaciones profesionales exclusivas, y cada vez me describo más o me gustaría hacerlo, como lo que he tendido a ser, un creador artesanal bastante inclusivo.

En las ciudades me gustan los objetos y los modelos que quedan fuera del tiempo, no como transcendencia, sino porque el tiempo pasa poco para ellos. Ciudades que combinan calma y pasión, no como emoción, sino como motivación.

Durante este confinamiento he trabajado, curiosamente con poco tiempo libre, es raro, pero ha sido así. Por eso una de mis grandes dificultades durante esta pandemia ha sido no distraerme en exceso: resistir, permanecer centrado, incluso me lo he tomado como una misión, como un objetivo. No es fácil, y pienso que debe ser muy difícil para las generaciones jóvenes, evitar distracciones rodeados de tantas incertidumbres, falta de movilidad y tanta continua venta de innovaciones y renovaciones. Que fácil debe ser perderse en esas circunstancias. Nos ocurre a los que tenemos ya una cierta edad, supongo que para los jóvenes debe ser complicadísimo, máxime si le añadimos el miedo al futuro.

Pero para no distraerme he tenido que estar muy atento a lo que pasa fuera de mi mismo, sobre todo para eliminar tanta cosa que no me hacía falta, para bajar su diapasón. No es bueno resistir encerrado en tus ideas, pero igual es peor dejarse arrastrar por los excesos del marketing de la ultima noticia. Es verdad, que uno debe alimentar siempre su mente y su espíritu. Pero las tecnologías de la información, siempre “tan generosas”, a las que nos estamos acostumbrando, van paralelas a la distrac­ción. No dejan poso. Solo roban tiempo. Por eso, mantener una distancia con todo lo que se hace y se produce de ellas es fundamental. Así hay ciudades que siempre están intentando introducir lo último que escuchan.

El principal problema de la so­ciedad actual es la falta de tiempo, incluso en las pandemias, algo raro nos debe pasar. Todo tiene que pasar rápido, inmediatamen­te, antes que inmediatamente. La prisa nos lleva a actuar solo instintivamente y creo que la ausencia de pensamiento, de reflexión, de indagación, de meditación, es un crimen.

La pregunta clave antes de desarrollar cualquier elección de trabajo es: ¿Qué necesito?. Estamos rodeados de un exceso que todo lo pervierte.

Sobre esa base elijo como crear. La creatividad no es algo nuevo. Es an­ciana. La idea de que necesitamos cosas nuevas es una invención. La idea de que la ciudad necesita cosas nuevas es una invención mayor. Casi nada es realmente nuevo. Saber decir que no, es fundamental en la vida. Lo contrario es pura avaricia o falta de inteligencia. Por eso las ciudades, al menos algunas, se vuelven como los seres humanos avariciosas, codiciosas. Operan por dinero o por ego, no por cosas que necesiten. La locura de la sobreproducción no es buena para nadie.

Mi trabajo, como economista, como urbanista, como creador artesanal, trata, a veces, de dejar cosas fuera del tiempo. Alguien puede pensar que eso es una hi­pocresía porque, al fin y al cabo, también pro­duzco objetos e ideas actuales. Pero siempre intento preguntarme: ¿tengo algo nuevo que decir?. No es una pregunta retórica. Eso me da tiempo para pensar y me permite elegir. Me permite pararme un momento. Aprender.

No tendría proble­ma en dejar todo lo que hago. La libertad es fundamental para un creador. Esa libertad de cambiar creo que me da madurez, y me sirve para encontrar el punto de esfuerzo necesario.

Cualquier etiqueta que te pongas es una reduc­ción de lo que eres. Incluso el nombre que te dan al nacer: todo lo que vayas a hacer y ser no pue­de estar incluido en esa palabra. Por eso pienso que las clasificaciones son irrelevantes. Yo hago lo que hago. Que no soy urbanista, soy economista, que no, soy artista…artesano, simple observador. Pues vale. Al final, las discusiones por clasificar a la gente solo revelan estrechez mental y una defensa de las jerarquías que no comparto. Para mí ser creativo es un término inclusivo que deja fuera justa­mente a quien no es creativo, sea cual sea su formación. Debe ser un honor que te consideres artista.

Mi educación ha sido un viaje muy largo hasta saber lo que quería hacer. Cuando lo he sabido, me he dado cuenta que no tenía sentido buscar las cosas por buscarlas, cuando ellas estaban siempre conmigo: hacer cosas que se quedaran, que tengan sentido de colectividad. Tan moderno, para acabar dando una respuesta clásica.

El tiempo y el trabajo me sirven para jugar con las oportunidades, para crecer, investigar y ser crea­tivo. Por eso me siento un privilegiado, porque puedo investigar, vivir, crear, porque la vida me invita a ello. Y con esa invitación he sabido una cosa: quiero hacer las cosas que hago a cada instante. Se que mi tiempo es limitado. Cuando me propongo hacer algo creo en ello, tengo la sensación de cumplir la invitación de la vida en ese momento. No necesito hacer muchas cosas, ni tener la capacidad para ello, ni terminarlas perfectamente, no es esa la prioridad. La prioridad es celebrar la invitación que me llega.

Crecí en un lugar pequeño de Marruecos. Sin contacto con el mundo cultural. He dado algunas vueltas, pero la gran ventaja es que cuando lo que te rodea no cambia conti­nuamente, desarrollas la capacidad de ver lo pequeño, los matices, aprendes a tener en cuenta, incluso a inspi­rarte en las cosas pequeñas. Las cosas cotidianas. Lo local. La mayoría de la gente huye de los pueblos para buscar creatividad en las gran­des ciudades. ¿Sabe Dios a que llaman grandes ciudades?. Solo trato de encontrar una voz propia. Ha sido mi sed de creatividad la que me ha hecho aprender. Igual la ciudad tiene que aprender a tener voz propia.

Yo quería hacer algo creativo, pero temía esa decisión. Así que hice las dos cosas: estudié lo que me debía dar un trabajo e hice en el fondo lo que quería, que fue lo que realmente al final me consiguió un trabajo: ordenar y reajustar lugares en las ciudades para beneficiar a las personas. Curar espacios.

En los últimos años, y va a seguir así cada vez más, va ha haber muchos cambios en las tecnologías de las ciudades. Todo está cambiando. Es lógico que nos hagamos la pregunta, ¿necesitamos tantos cambios?. Muchas cosas están cayendo en desuso y estamos perdiendo mucho en tér­minos de estética, calor, color y hasta poesía. Parecía que las ciudades iban a ser ya siempre iguales. Pero el cambio más radical va a tener que ver con el respeto al medio ambiente y nuestro reencuentro dialogado con la naturaleza. Tiene que pasar. Hay que buscar otro tipo de “poesía” en la ciudad. Hoy la tecnología permite hacer muchas otras cosas. Y nos obliga a ser creativos.

Teóricamente las ciudades podrían desparecer. Aunque eso no llegará a pasar. Porque es bueno que existan. Pero me doy cuenta que tenemos que aprender a capturar las imágenes potentes y sencillas de cómo ocurren las cosas en la naturaleza. La manera en la que percibimos la naturaleza. Es desde esa nueva mirada, desde donde encontraremos las soluciones y sabremos de verdad para que nos sirve la tecnología. En entender la naturaleza está la solución de nuestras ciudades.

Es verdad que defiendo que nada es nuevo en si mismo, solo es diferente la manera en que respondemos a los mismos problemas, y las formas distintas en como los miramos. Yo me muevo en un mundo que me reta lo sufi­ciente para permitirme mantener un idioma: explorar solo lo necesario.

Cambiar es una regla de la vida, claro. Uno no evoluciona sin exigirse más, sin intentar llegar más lejos. La superación forma parte de nuestra humanidad. La imaginación es lo que nos define como seres vivos.

Por eso me concentro en los pe­queños cambios, que a veces son más grandes de lo que creemos, en un solo idioma, con mi voz propia, evitar las modas inconsistentes.

A lo nuevo siempre se le asocia una sorpresa muy poderosa. El problema es cuando la sorpresa no tiene una idea detrás. Sin pensamiento que lo sustente, sin razón de ser más allá de la primera impresión, en ese caso lo nuevo es efímero. La mayoría de las sorpresas mueren una vez han sorprendi­do. No pueden asombrar dos veces. Por eso yo intento eliminarlas y no me distraigo, ni engaño a nadie. Lo que queda tras la primera impresión me parece lo más importante. Pienso que la resta es siempre lo más difícil. Restar es profundizar, hacia esa sabiduría que esta muy dentro. Crear no es sorprender, sino conversar.

A los ciudadanos, los urbanistas deberían hablarles a través de lo que hacen. El urbanismo tiene que ver con la práctica del hacer. Buscar puntos de afinidades, lazos familiares que les conecte con nuevas respuestas a esos problemas de siempre, con nuevas tecnologías si hace falta, con nuevos materiales y formas. Cuando esto lo encuentra el urbanista, siente comodidad, y piensa que habla el idioma de los ciudadanos y puede participar en la conversación de la ciudad.

No entiendo la frase “esto ya se ha hecho, esto ya lo he visto”. Al revés, lo que busco: es poner al día ideas del pasado, nuevas respuestas a esas cosas antiguas. Revisar lo que existe, rescatar clasicismos. No me preocupa que el pasado aflore en mis creaciones. Al contrario, agradezco esa digestión. Si alguien cree que ha creado un objeto completamente nuevo o que ha te­nido una idea radicalmente diferente, casi seguro que podría demostrarle que hace diez años, o tal vez hace cien, o incluso mil, una idea muy similar apareció en algún lugar del mundo. Lo nuevo no existe. Las ideas, como la materia, se transforman. Por eso es tan difícil crear: crear es transformar. Por eso las ciudades no necesitan espectáculos nuevos, solo transformarlas, mejorar sus respuestas, dotarlas de nuevos diálogos, sobre todo en estos días con la naturaleza: la ciudad es naturaleza y la naturaleza, el territorio es ciudad.

La honestidad que encierran estas ideas, es evitar los disfraces y los escenarios engañosos, y si te disfrazas explícalo. Un buen carnaval es un excelente acto urbano. No intentar ser lo que no eres, y esconderte en ello. Comunica a la población lo que realmente eres. Conversa honestamente con la ciudad.

Vicente Seguí Pérez (Economista-Urbanista)

martes, 16 de marzo de 2021

ALGUNAS COSAS QUE ME INQUIETAN SOBRE LAS CIUDADES EN ESTA PANDEMIA.

Desde uno de los rincones favoritos de mi casa, rodeado de libros, en Málaga. Me gustaría compartir con vosotros algunas inquietudes que me preocupan, en estos tiempos que estamos viviendo. Me inspiran terror los elogios que propagan los cantores de lo virtual y de lo telemático. Es  un peligroso caballo de Troya que, aprovechando la pandemia, trata astutamente de derribar los últimos baluartes de nuestra intimidad y humanidad. Conceptos básicos que sustentan las razones de las ciudades. No hablo, claro, de la situación de emergencia que ahora tenemos. Ahora es inevitable adaptarse a lo virtual para salvar el curso del desastre.

Me preocupan quienes consideran el coronavirus como una oportunidad para dar el tan esperado salto adelante. Afirman que ya no podremos volver al contacto humano, o que, a lo sumo, tendremos que imaginar una  sociedad  híbrida, algo de contacto y otro algo virtual, es decir a distancia.

En 40 años de servicio en el urbanismo nunca había imaginado una ciudad transmitida desde de una fría pantalla. Me da una pena terrible pensar en el riesgo de que pasada esta pandemia haya que reanudar la vida urbana a través de una fría pantalla y utilizando lo digital como única salida de futuro.

¿Cómo podré arreglármelas sin los ritos urbanos que han dado vida y alegría a mi oficio de urbanista? ¿Cómo podré leer las ciudades sin mirar a los ojos a los habitantes, o tocar la naturaleza; sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o los gestos de complicidad?.

Sin la presencia de vecinos, en las calles y plazas de nuestras ciudades, se volverán espacios vacíos, privados del soplo vital. No existe ciudad sin contacto humano, no existe ciudad sin vecinos.

Ningún plan, por muy digital que sea, por mucho big data que contenga o algoritmos que encierre,  cambiará la vida de las personas, solo los buenos gestores, como los buenos profesores, pueden hacerlo. Es fundamental no perder de vista la importancia de los espacios, su diversidad y sus relaciones. Si perdemos la idea de ciudad, como comunidad en la que se forman, actúan y viven los actuales y futuros ciudadanos, la ciudad se perderá. La ciudad necesita ser tocada, no ser virtualizada 

Las ciudades no son recipientes para ser llenados con big data. Son innovaciones y desarrollos humanos sustentados sobre el espacio, que necesitan dialogo, contacto, interrelación y reconocerse en la experiencia vital de todos, de estar juntos para aprender.

En estos meses de confinamiento estamos dándonos cuenta, como nunca, de que las relaciones humanas, no las virtuales, las reales, están transformándose cada vez más en un artículo de lujo. Lo profetizó Antoine de Saint-Exupéry, cuando dijo que no existe más que un verdadero lujo, el de las relaciones humanas.

Ahora podemos medir eficazmente la diferencia entre emergencia y normalidad. Si bien en la emergencia de la pandemia, encerrados en casa, las videollamadas, Facebook, WhatsApp y otros instrumentos análogos se convierten en la única forma de mantener vivas nuestras relaciones, cuando lleguen los días normales, esos mismos instrumentos pueden conducir a peligrosos espejismos.

Sería necesario hacer comprender a nuestros ciudadanos que una “Smartcity” puede ser utilísima cuando la usamos del modo apropiado, pero muy peligrosa, en cambio, cuando nos utiliza ella a nosotros, transformándonos en esclavos incapaces de rebelarse contra su tirano. La “amistad urbana”, las relaciones de vecindad, no puede identificarse con un simple “click” en Facebook. ¿Contar con más de mil amigos en un perfil significa tener una visión profunda de la amistad y de las relaciones humanas en general?. No. Como tampoco dialogar en las redes es lo mismo que cultivar afectos. Cultivar afectos es hacer ciudad, conversar en las redes  no hace convivencia  urbana, solo  trasmisión de datos.

Una ciudad, para ser genuina, necesita lazos vivos, necesita lazos reales, necesita lazos físicos. Los usuarios de las redes sociales, creen que, encerrados en su habitación, pueden entablar relaciones urbanas de convivencia a través de un ordenador. Y esto no es cierto. Detrás de esta formas de relación solo existe una terrible soledad. Sería inimaginable, claro, vivir sin internet o sin teléfonos, pero la tecnología, como un fármaco, puede curar o puede intoxicar. Depende de las dosis.

Algunas noticias publicadas  recientemente informan de que el uso de los dispositivos digitales está disminuyendo en las familias ricas y aumentando en las pobres y de clase media. Las élites de Silicon Valley envían a sus hijos a colegios donde se da prioridad a las relaciones humanas más que a la tecnología. Por lo tanto, ¿qué futuro podemos imaginar? ¿Uno en el cual los hijos de los ricos tendrán buenos maestros, una ciudad sana, y una instrucción de alta calidad que privilegia las relaciones humanas, mientras los hijos de las clases menos pudientes tendrán una ciudad estandarizada a través de canales telemáticos y virtuales?.

La ciudad debe cuidar a sus habitantes. Para ello necesita una   fuerte convicción ética y un profundo sentido de la solidaridad humana y del bien común. Estamos olvidando que, sin la vida comunitaria, sin los rituales que regulan los encuentros entre las personas, entre sus actividades, no puede haber ni transmisión de saber, ni desarrollo de la vida. Nuestras ciudades deben estar hechas para curar, no para enfermar. Para tener una buena sanidad tenemos que tener una buena ciudad, que resuelva en igualdad las condiciones de vida, la accesibilidad, los equipamientos de bienestar,…etc.

Por eso, en tiempos de pandemia, deberíamos haber comprendido que no basta con reclamar que todos los servicios sanitarios y su industria funcionen, que  haya pan para alimentar el cuerpo, indispensable, por supuesto, pero igualmente tenemos que reclamar que la ciudad en su conjunto nos aporte salud, seguridad y bienestar, y también que alimente el espíritu, la cultura. Esto no quiere decir que tengamos que convertir las ciudades en un sanatorio de desintoxicación.  

En 1931, cinco años antes de que fuera asesinado por las milicias franquistas, Federico García Lorca inauguraba una biblioteca en Fuente Vaqueros, su pueblo natal: “No solo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro.”

Las consecuencias que está teniendo la pandemia en nuestras ciudades, nos puede enseñar muchas cosas. Lorca nos ha indicado un camino y Eneas cargando a su padre Anquises sobre sus hombros, nos enseña otro. Lo que hace Eneas es un gesto fundador, porque Eneas, con su padre y su hijo Ascanio, funda la civilización romana. Fundar una civilización significa que “llevas a los ancestros sobre los hombros”, que haces ciudad. Es la virtud la que hace la ciudad. Morir sin despedirnos, lejos de los familiares, sin ceremonias de entierro, sin duelo. Es terrible. Esto no es ciudad.

La ciudad tiene la obligación de cuidar y defender la vida de las personas débiles: abuelos y desheredados. Son muy importantes para nosotros. El futuro no se puede construir sin el pasado y con desigualdad. No podemos construir el futuro sin los abuelos, ni tampoco sin los débiles ni los desheredados. La ciudad nos debe ayudar a reflexionar sobre nuestras prioridades, sobre lo que queremos ser y sobre lo que somos. Somos naturaleza, la ciudad es naturaleza. La naturaleza, el territorio es ciudad. Mientras no aprendamos a construir  ciudad en connivencia con la naturaleza, no sanaremos, no tendremos ciudades de futuro.

Las ciudades, nos enseñan que la verdadera “amistad urbana”, la convivencia, constituye una forma de solidaridad  esencial, hasta el punto de poner la propia vida al servicio del otro, esta es la verdadera razón de la ciudad, el bien común. En la épica urbana, la ciudad exalta el coraje del guerrero, la generosidad de quien no teme desafiar a la muerte para defender al vecino o para vengar su muerte.

Michel de Montaigne, en algunas páginas maravillosas de sus ensayos, nos recuerda que a veces la ciudad, crea lazos incluso más fuertes que aquellos que nos unen a un hermano o a la persona de la que nos hemos enamorado. Montaigne nos dice: “En la ciudad de que yo hablo, nuestras almas se mezclan y confunden entre sí con una mixtura tan completa que borran y no vuelven a encontrar ya la costura que las ha unido. Si me instan a decir por qué …, siento que no puede expresarse más que respondiendo: porque era él, porque era yo. “

En medio de tantas incertidumbres, he madurado una certeza: el contacto entre los seres humanos y de estos con toda la naturaleza es lo único que puede dar verdadero sentido a las ciudades e incluso a la propia vida. La ciudad o se hace con contacto y naturaleza, o no tendremos ciudad.

Pero la lección más importante que nos enseña la ciudad es que debemos luchar contra el olvido. La ciudad es la lucha de la memoria contra el olvido, mantener viva la lucha de la memoria contra el nefasto poder del olvido. Solo mejoraremos si somos capaces de recordar las cosas que hemos hecho bien y en las que nos hemos equivocado, sobre todo desde el punto de vista humano. La memoria nos cura. Muchas veces no hemos sabido aprender de la experiencia del pasado.

Albert Camus, nos recuerda, que en tiempos de epidemias, es más fácil entender que un mundo construido sobre la indiferencia, la injusticia social y las profundas desigualdades es un mundo sin futuro.

Hace semanas que escucho esta frase: “Ya nada será igual que antes”. Si esta crisis la pagan una vez más los pobres, los más débiles, los que sufren, los que no tienen voz, todo será igual, o incluso peor que antes. En este caso, la ciudad habrá fracasado. Y esto no es una buena noticia.

 

Vicente Seguí Pérez (economista-urbanista)

jueves, 4 de marzo de 2021

ADIÓS A LA IDEA DEL PROGRESO CONSTANTE ASEGURADO, O NO.

Si algo está claro en la actual crisis del covid-19 es que las ciudades afrontan el desafío más importante de los últimos dos siglos, desde la revolución industrial, al tener que enfrentarse a desafíos y cambios de una gran envergadura.  La vida laboral de todos los ciudadanos está siendo sometida a cambios en muchos casos brutales. Y los sistemas urbanos de bienestar y de relaciones económicas  van a necesitar un profunda revisión para enfrentarse con éxito a estos retrocesos y cambios. La pandemia ha dejado a flor de piel los instrumentos de planificación, de gestión y administración  de todas las estructuras urbanas y territoriales, que venimos usando, unas por su agotamiento y otras por su ineficiencia. Este sentimiento de crisis ya estaba en nosotros desde hace años, no nos engañemos, pero el virus nos lo ha hecho más visible, por si no lo teníamos claro: la necesidad de que tenemos que luchar cuesta arriba si queremos salir de unos retrocesos marcados  por un progreso cada vez más débil  y una desigualdad cada vez más acentuada.

Durante generaciones, los europeos hemos vivido instalados en el convencimiento de que el futuro sería mejor que el presente. Ya no. Y no obstante, tenemos la oportunidad de conseguir un futuro mejor, que no será igual que el de antes de esta pandemia, será distinto pero puede ser mejor. Ya sabíamos antes que esta crisis existía, pero ahora nos han gritado para que despertemos de nuestra abulia, no hay tiempo.

Este sentimiento empezó a cuajar en la década de 1950-60 . Hubo una inquietante Guerra Fría, crisis petrolera, financiera, inmobiliaria, terrorismo brutal y otras graves vicisitudes. Pero el gran desarrollo económico, social y tecnológico respaldó la expectativa consciente o subconsciente de que las cosas, en su conjunto, irían a mejor.

Esta convicción que ha acompañado la vida de los europeos durante tanto tiempo se ha quebrado con claridad, o mejor ya nadie lo duda. La crisis de 2008 la cuestionó fuertemente nuestra idea de progreso asegurado y la pandemia de 2020 la vapuleó. Afrontamos una etapa en la que el progreso ya no se puede dar por descontado porque sí. Sin inteligencia, cooperación y responsabilidad de todos no sobreviviremos. Todos somos Sísifo, la célebre figura mitológica condenada por los dioses a empujar una roca hacia arriba de un monte solo para verla caer hacia abajo cada vez. Toca convivir con la perspectiva de que nuestras rocas caerán.

En términos sanitarios y de bienestar, es evidente que queda un largo camino por recorrer, antes de que logremos superar los problemas sanitarios, con sus altibajos,  sus fases y rebrotes. En términos económicos, el desmorone es de tal magnitud que andar por las laderas del monte provocará múltiples caídas en el intento de recuperar la cumbre.

Claro está, no todos somos Sísifo por igual. Es obvio que las desigualdades de nuestras sociedades, en algunos casos obscenas, determinan puntos de partida muy diferentes en la infernal ladera que afrontamos. Para que esta lucha sea digna y exitosa es necesario un enorme esfuerzo para paliar estas desigualdades. Hoy día sin igualdad no hay políticas urbanas y económicas exitosas que nos saquen de este desmoronamiento. Pero no sabemos o nos cuesta poner en marcha políticas urbanas de igualdad y sostenibles.

Algunas ciudades, barrios, territorios, están resultando más golpeados, otros menos; algunos están más pertrechados, otros menos. Pero todos afrontan un camino común arduo que entraña retrocesos.

No nos engañemos, todos estamos siendo expulsados del Edén de la fe en un progreso constante, al menos durante un tiempo considerable, el tiempo que tardemos en comprendder que esta lucha hacía arriba o es cooperativa, o no se conseguirá. En esta nueva y triste condición humana, Albert Camus, nos ofrece una brújula espiritual, no es de la tan citada novela suya La Peste, sino de su ensayo El mito de Sísifo.

Cuando recordamos a Sísifo, todos solemos fijar nuestra atención en el individuo que empuja la roca hacia arriba; quizá, en el momento de su caída. Camus cambia su mirada, se interesa por el Sísifo que contempla la caída de la piedra, ese momento en el individuo desciende la ladera, rumbo al llano, para impulsar una vez más la roca. Hay algo de una grandeza extraordinaria en esos instantes de bajada, a solas consigo mismo, rumbo a afrontar otra vez el esfuerzo de volver a subir. “Sísifo me interesa en ese regreso”, escribe Camus. “Si el descenso se hace ciertos días con dolor, puede también hacerse con gozo […] las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas […] el gozo silencioso de Sísifo está en eso. Su destino le pertenece […]”. Finalmente, Camus contempla el momento del ascenso. “La lucha por llegar a la cumbre basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

Ahí está pues la vía que nos ofrece Camus. Reconocer y asumir a fondo las verdades aplastantes a las que tenemos que enfrentarnos; sentir en el alma que nuestro destino es nuestro y aferrarlo entre las manos como una roca; sentir el gozo de la lucha; la dignidad como colectividad.

En definitiva, sentir que cada día seguro que nos tocará una roca, pero a la vez una nueva oportunidad. Que la lucha por remontar ennoblece en sí misma sin que haga falta alcanzar la cumbre, pero sí que lo intentemos conjuntamente. Que se puede renacer, y que todo nace de dentro nuestra, de nuestras ciudades y territorios, de nuestra dignidad como sociedad.

Vicente Seguí Pérez (Economista -Urbanista)