martes, 28 de julio de 2015

EL MALESTAR DE LAS CIUDADES escrito por Vicente Seguí Perez



Asistimos a un curioso comportamiento a nivel colectivo, un fenómeno que no es nuevo, ha ocurrido en muchos momentos de la historia, por muy diversas causas, pero ahora también se observa: la huida a la ‘naturaleza, desde los centros urbanos industrializados.

Hay personas que aún ensalzando su propia civilización, esa cultura urbana en la que han crecido y a la que le deben una parte importante de su bienestar,  por razones  de una insatisfacción profunda que les va  calando interiormente , prefieren pasar su tiempo de asueto lejos de esas hermosas ciudades modernas. Y no solo su tiempo de asueto, sino que como un profundo río  subterráneo vemos como muchas personas  renuncian, se autoexilian o se expatrían lejos de un sistema urbano que cada día les agobia más. Hay una vuelta a la naturaleza, al origen, lejos de ese malestar urbano que asfixia.

 La civilización urbana engendra sentimientos profundamente arraigados de malestar, incluso de desesperación y pobreza en medio de tanta abundancia. Cuantos más artículos de consumo se van amontonando en las estanterías de los supermercados más profundo es el deseo soterrado de algún elemento básico ausente. Algo interiormente se resquebraja.

No obstante, para la mayor parte de la  población urbanita, la tierra, el espacio rural, natural, es aquel que solo sirve para cultivar sus alimentos, por cierto contra mas baratos mejor, es el patio trasero de su casa, puede ser no sólo explotado y destruido sin misericordia por la agricultura industrializada, sino que también lo  pueden devaluar como algo atrasado e improductivo, donde nada existe salvo lo que ellos quieren o desean. Sin embargo, paradójicamente, esa tierra, ese espacio rural, también es objeto de la añoranza urbana. Se convierte en un ideal, una proyección  de sus vidas, es decir se convierte en propiedad “idealizada” del urbanita.

Para el urbanita, así como para el demagogo naturalista, el espacio rural, la tierra, no tiene vida propia, no tiene razón de ser por si misma, no puede desarrollar su propio modelo, sino solo a través de las necesidades y sueños caprichosos de los habitantes  enjaulados en las ciudades industrializadas. ¡La naturaleza es mi consumo¡ reclama el urbanita; ¡la naturaleza es mi ideal, mi paraíso¡ reivindica el demagogo naturalista.

Hoy en día los turistas y los urbanitas  sólo quieren experimentar la naturaleza y el paisaje de un modo puramente consumista, a título de espectadores, no como actores, sino como quien va al cine o como quien va a un parque a comer o a descansar o a soñar sus incapacidades y traumas. Se consume el espacio rural como una mercancía o un sueño infantil, y una vez consumida sólo se deja tras de sí un montón de desperdicios y frustraciones.

La sociedad urbana industrial, a pesar de la abundancia, el tiempo libre y la industria del espectáculo, está impregnada de una profunda sensación de aburrimiento y apatía. La vida moderna deja muy poco espacio a la creatividad y al trabajo personal. Nos divierten, nos alimentan, y nos estimulan. En esta sociedad comprar es la única aventura que aún se nos permiten, aventura efímera inherente al ritmo urbano moderno

La abundancia de bienes y dinero, no solo nos lleva al empobrecimiento de otros, sino que encierra  la aparición de un ansia insatisfecha, un sistema que nos destruye. Deseamos, aire limpio, tranquilidad, agua fresca, comida sana...queremos vivir, pero esto no se compra, ni se consume.