Desde uno de los rincones favoritos de mi casa, rodeado de libros, en Málaga. Me gustaría compartir con vosotros algunas inquietudes que me preocupan, en estos tiempos que estamos viviendo. Me inspiran terror los elogios que propagan los cantores de lo virtual y de lo telemático. Es un peligroso caballo de Troya que, aprovechando la pandemia, trata astutamente de derribar los últimos baluartes de nuestra intimidad y humanidad. Conceptos básicos que sustentan las razones de las ciudades. No hablo, claro, de la situación de emergencia que ahora tenemos. Ahora es inevitable adaptarse a lo virtual para salvar el curso del desastre.
Me preocupan quienes consideran el coronavirus como una oportunidad para dar el tan esperado salto adelante. Afirman que ya no podremos volver al contacto humano, o que, a lo sumo, tendremos que imaginar una sociedad híbrida, algo de contacto y otro algo virtual, es decir a distancia.
En 40 años de servicio en el urbanismo nunca había imaginado una ciudad transmitida desde de una fría pantalla. Me da una pena terrible pensar en el riesgo de que pasada esta pandemia haya que reanudar la vida urbana a través de una fría pantalla y utilizando lo digital como única salida de futuro.
¿Cómo podré arreglármelas sin los ritos urbanos que han dado vida y alegría a mi oficio de urbanista? ¿Cómo podré leer las ciudades sin mirar a los ojos a los habitantes, o tocar la naturaleza; sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o los gestos de complicidad?.
Sin la presencia de vecinos, en las calles y plazas de nuestras ciudades, se volverán espacios vacíos, privados del soplo vital. No existe ciudad sin contacto humano, no existe ciudad sin vecinos.
Ningún plan, por muy digital que sea, por mucho big data que contenga o algoritmos que encierre, cambiará la vida de las personas, solo los buenos gestores, como los buenos profesores, pueden hacerlo. Es fundamental no perder de vista la importancia de los espacios, su diversidad y sus relaciones. Si perdemos la idea de ciudad, como comunidad en la que se forman, actúan y viven los actuales y futuros ciudadanos, la ciudad se perderá. La ciudad necesita ser tocada, no ser virtualizada
Las ciudades no son recipientes para ser llenados con big data. Son innovaciones y desarrollos humanos sustentados sobre el espacio, que necesitan dialogo, contacto, interrelación y reconocerse en la experiencia vital de todos, de estar juntos para aprender.
En estos meses de confinamiento estamos dándonos cuenta, como nunca, de que las relaciones humanas, no las virtuales, las reales, están transformándose cada vez más en un artículo de lujo. Lo profetizó Antoine de Saint-Exupéry, cuando dijo que no existe más que un verdadero lujo, el de las relaciones humanas.
Ahora podemos medir eficazmente la diferencia entre emergencia y normalidad. Si bien en la emergencia de la pandemia, encerrados en casa, las videollamadas, Facebook, WhatsApp y otros instrumentos análogos se convierten en la única forma de mantener vivas nuestras relaciones, cuando lleguen los días normales, esos mismos instrumentos pueden conducir a peligrosos espejismos.
Sería necesario hacer comprender a nuestros ciudadanos que una “Smartcity” puede ser utilísima cuando la usamos del modo apropiado, pero muy peligrosa, en cambio, cuando nos utiliza ella a nosotros, transformándonos en esclavos incapaces de rebelarse contra su tirano. La “amistad urbana”, las relaciones de vecindad, no puede identificarse con un simple “click” en Facebook. ¿Contar con más de mil amigos en un perfil significa tener una visión profunda de la amistad y de las relaciones humanas en general?. No. Como tampoco dialogar en las redes es lo mismo que cultivar afectos. Cultivar afectos es hacer ciudad, conversar en las redes no hace convivencia urbana, solo trasmisión de datos.
Una ciudad, para ser genuina, necesita lazos vivos, necesita lazos reales, necesita lazos físicos. Los usuarios de las redes sociales, creen que, encerrados en su habitación, pueden entablar relaciones urbanas de convivencia a través de un ordenador. Y esto no es cierto. Detrás de esta formas de relación solo existe una terrible soledad. Sería inimaginable, claro, vivir sin internet o sin teléfonos, pero la tecnología, como un fármaco, puede curar o puede intoxicar. Depende de las dosis.
Algunas noticias publicadas recientemente informan de que el uso de los dispositivos digitales está disminuyendo en las familias ricas y aumentando en las pobres y de clase media. Las élites de Silicon Valley envían a sus hijos a colegios donde se da prioridad a las relaciones humanas más que a la tecnología. Por lo tanto, ¿qué futuro podemos imaginar? ¿Uno en el cual los hijos de los ricos tendrán buenos maestros, una ciudad sana, y una instrucción de alta calidad que privilegia las relaciones humanas, mientras los hijos de las clases menos pudientes tendrán una ciudad estandarizada a través de canales telemáticos y virtuales?.
La ciudad debe cuidar a sus habitantes. Para ello necesita una fuerte convicción ética y un profundo sentido de la solidaridad humana y del bien común. Estamos olvidando que, sin la vida comunitaria, sin los rituales que regulan los encuentros entre las personas, entre sus actividades, no puede haber ni transmisión de saber, ni desarrollo de la vida. Nuestras ciudades deben estar hechas para curar, no para enfermar. Para tener una buena sanidad tenemos que tener una buena ciudad, que resuelva en igualdad las condiciones de vida, la accesibilidad, los equipamientos de bienestar,…etc.
Por eso, en tiempos de pandemia, deberíamos haber comprendido que no basta con reclamar que todos los servicios sanitarios y su industria funcionen, que haya pan para alimentar el cuerpo, indispensable, por supuesto, pero igualmente tenemos que reclamar que la ciudad en su conjunto nos aporte salud, seguridad y bienestar, y también que alimente el espíritu, la cultura. Esto no quiere decir que tengamos que convertir las ciudades en un sanatorio de desintoxicación.
En 1931, cinco años antes de que fuera asesinado por las milicias franquistas, Federico García Lorca inauguraba una biblioteca en Fuente Vaqueros, su pueblo natal: “No solo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro.”
Las consecuencias que está teniendo la pandemia en nuestras ciudades, nos puede enseñar muchas cosas. Lorca nos ha indicado un camino y Eneas cargando a su padre Anquises sobre sus hombros, nos enseña otro. Lo que hace Eneas es un gesto fundador, porque Eneas, con su padre y su hijo Ascanio, funda la civilización romana. Fundar una civilización significa que “llevas a los ancestros sobre los hombros”, que haces ciudad. Es la virtud la que hace la ciudad. Morir sin despedirnos, lejos de los familiares, sin ceremonias de entierro, sin duelo. Es terrible. Esto no es ciudad.
La ciudad tiene la obligación de cuidar y defender la vida de las personas débiles: abuelos y desheredados. Son muy importantes para nosotros. El futuro no se puede construir sin el pasado y con desigualdad. No podemos construir el futuro sin los abuelos, ni tampoco sin los débiles ni los desheredados. La ciudad nos debe ayudar a reflexionar sobre nuestras prioridades, sobre lo que queremos ser y sobre lo que somos. Somos naturaleza, la ciudad es naturaleza. La naturaleza, el territorio es ciudad. Mientras no aprendamos a construir ciudad en connivencia con la naturaleza, no sanaremos, no tendremos ciudades de futuro.
Las ciudades, nos enseñan que la verdadera “amistad urbana”, la convivencia, constituye una forma de solidaridad esencial, hasta el punto de poner la propia vida al servicio del otro, esta es la verdadera razón de la ciudad, el bien común. En la épica urbana, la ciudad exalta el coraje del guerrero, la generosidad de quien no teme desafiar a la muerte para defender al vecino o para vengar su muerte.
Michel de Montaigne, en algunas páginas maravillosas de sus ensayos, nos recuerda que a veces la ciudad, crea lazos incluso más fuertes que aquellos que nos unen a un hermano o a la persona de la que nos hemos enamorado. Montaigne nos dice: “En la ciudad de que yo hablo, nuestras almas se mezclan y confunden entre sí con una mixtura tan completa que borran y no vuelven a encontrar ya la costura que las ha unido. Si me instan a decir por qué …, siento que no puede expresarse más que respondiendo: porque era él, porque era yo. “
En medio de tantas incertidumbres, he madurado una certeza: el contacto entre los seres humanos y de estos con toda la naturaleza es lo único que puede dar verdadero sentido a las ciudades e incluso a la propia vida. La ciudad o se hace con contacto y naturaleza, o no tendremos ciudad.
Pero la lección más importante que nos enseña la ciudad es que debemos luchar contra el olvido. La ciudad es la lucha de la memoria contra el olvido, mantener viva la lucha de la memoria contra el nefasto poder del olvido. Solo mejoraremos si somos capaces de recordar las cosas que hemos hecho bien y en las que nos hemos equivocado, sobre todo desde el punto de vista humano. La memoria nos cura. Muchas veces no hemos sabido aprender de la experiencia del pasado.
Albert Camus, nos recuerda, que en tiempos de epidemias, es más fácil entender que un mundo construido sobre la indiferencia, la injusticia social y las profundas desigualdades es un mundo sin futuro.
Hace semanas que escucho esta frase: “Ya nada será igual que antes”. Si
esta crisis la pagan una vez más los pobres, los más débiles, los que sufren,
los que no tienen voz, todo será igual, o incluso peor que antes. En este caso,
la ciudad habrá fracasado. Y esto no es una buena noticia.
Vicente Seguí Pérez (economista-urbanista)