Si algo está claro en
la actual crisis del covid-19 es que las ciudades afrontan el desafío más
importante de los últimos dos siglos, desde la revolución industrial, al tener
que enfrentarse a desafíos y cambios de una gran envergadura. La vida laboral de todos los ciudadanos está
siendo sometida a cambios en muchos casos brutales. Y los sistemas urbanos de
bienestar y de relaciones económicas van
a necesitar un profunda revisión para enfrentarse con éxito a estos retrocesos
y cambios. La pandemia ha dejado a flor de piel los instrumentos de
planificación, de gestión y administración
de todas las estructuras urbanas y territoriales, que venimos usando,
unas por su agotamiento y otras por su ineficiencia. Este sentimiento de crisis
ya estaba en nosotros desde hace años, no nos engañemos, pero el virus nos lo
ha hecho más visible, por si no lo teníamos claro: la necesidad de que tenemos que
luchar cuesta arriba si queremos salir de unos retrocesos marcados por un progreso cada vez más débil y una desigualdad cada vez más acentuada.
Durante generaciones,
los europeos hemos vivido instalados en el convencimiento de que el futuro
sería mejor que el presente. Ya no. Y no obstante, tenemos la oportunidad de
conseguir un futuro mejor, que no será igual que el de antes de esta pandemia,
será distinto pero puede ser mejor. Ya sabíamos antes que esta crisis existía,
pero ahora nos han gritado para que despertemos de nuestra abulia, no hay
tiempo.
Este sentimiento empezó a cuajar en la
década de 1950-60 . Hubo una inquietante Guerra Fría, crisis petrolera,
financiera, inmobiliaria, terrorismo brutal y otras graves vicisitudes. Pero el
gran desarrollo económico, social y tecnológico respaldó la expectativa
consciente o subconsciente de que las cosas, en su conjunto, irían a mejor.
Esta convicción que ha acompañado la
vida de los europeos durante tanto tiempo se ha quebrado con claridad, o mejor
ya nadie lo duda. La crisis de 2008 la cuestionó fuertemente nuestra idea de progreso
asegurado y la pandemia de 2020 la vapuleó. Afrontamos una etapa en la que el
progreso ya no se puede dar por descontado porque sí. Sin inteligencia,
cooperación y responsabilidad de todos no sobreviviremos. Todos somos Sísifo,
la célebre figura mitológica condenada por los dioses a empujar una roca hacia
arriba de un monte solo para verla caer hacia abajo cada vez. Toca convivir con
la perspectiva de que nuestras rocas caerán.
En términos sanitarios y de bienestar,
es evidente que queda un largo camino por recorrer, antes de que logremos
superar los problemas sanitarios, con sus altibajos, sus fases y rebrotes. En términos económicos,
el desmorone es de tal magnitud que andar por las laderas del monte provocará
múltiples caídas en el intento de recuperar la cumbre.
Claro está, no todos somos Sísifo por
igual. Es obvio que las desigualdades de nuestras sociedades, en algunos casos
obscenas, determinan puntos de partida muy diferentes en la infernal ladera que
afrontamos. Para que esta lucha sea digna y exitosa es necesario un enorme
esfuerzo para paliar estas desigualdades. Hoy día sin igualdad no hay políticas
urbanas y económicas exitosas que nos saquen de este desmoronamiento. Pero no
sabemos o nos cuesta poner en marcha políticas urbanas de igualdad y
sostenibles.
Algunas ciudades, barrios, territorios, están
resultando más golpeados, otros menos; algunos están más pertrechados, otros
menos. Pero todos afrontan un camino común arduo que entraña retrocesos.
No nos engañemos, todos estamos siendo
expulsados del Edén de la fe en un progreso constante, al menos durante un
tiempo considerable, el tiempo que tardemos en comprendder que esta lucha hacía
arriba o es cooperativa, o no se conseguirá. En esta nueva y triste condición
humana, Albert Camus, nos ofrece una brújula espiritual, no es de la tan citada
novela suya La Peste, sino de su ensayo El mito de Sísifo.
Cuando recordamos a Sísifo, todos solemos
fijar nuestra atención en el individuo que empuja la roca hacia arriba; quizá,
en el momento de su caída. Camus cambia su mirada, se interesa por el Sísifo
que contempla la caída de la piedra, ese momento en el individuo desciende la
ladera, rumbo al llano, para impulsar una vez más la roca. Hay algo de una
grandeza extraordinaria en esos instantes de bajada, a solas consigo mismo,
rumbo a afrontar otra vez el esfuerzo de volver a subir. “Sísifo me interesa en
ese regreso”, escribe Camus. “Si el descenso se hace ciertos días con dolor,
puede también hacerse con gozo […] las verdades aplastantes desaparecen al ser
reconocidas […] el gozo silencioso de Sísifo está en eso. Su destino le
pertenece […]”. Finalmente, Camus contempla el momento del ascenso. “La lucha
por llegar a la cumbre basta para llenar un corazón de hombre. Hay que
imaginarse a Sísifo feliz”.
Ahí está pues la vía que nos ofrece Camus.
Reconocer y asumir a fondo las verdades aplastantes a las que tenemos que
enfrentarnos; sentir en el alma que nuestro destino es nuestro y aferrarlo
entre las manos como una roca; sentir el gozo de la lucha; la dignidad como
colectividad.
En definitiva, sentir que cada día
seguro que nos tocará una roca, pero a la vez una nueva oportunidad. Que la
lucha por remontar ennoblece en sí misma sin que haga falta alcanzar la cumbre,
pero sí que lo intentemos conjuntamente. Que se puede renacer, y que todo nace
de dentro nuestra, de nuestras ciudades y territorios, de nuestra dignidad como
sociedad.
Vicente Seguí Pérez (Economista -Urbanista)