jueves, 4 de marzo de 2021

ADIÓS A LA IDEA DEL PROGRESO CONSTANTE ASEGURADO, O NO.

Si algo está claro en la actual crisis del covid-19 es que las ciudades afrontan el desafío más importante de los últimos dos siglos, desde la revolución industrial, al tener que enfrentarse a desafíos y cambios de una gran envergadura.  La vida laboral de todos los ciudadanos está siendo sometida a cambios en muchos casos brutales. Y los sistemas urbanos de bienestar y de relaciones económicas  van a necesitar un profunda revisión para enfrentarse con éxito a estos retrocesos y cambios. La pandemia ha dejado a flor de piel los instrumentos de planificación, de gestión y administración  de todas las estructuras urbanas y territoriales, que venimos usando, unas por su agotamiento y otras por su ineficiencia. Este sentimiento de crisis ya estaba en nosotros desde hace años, no nos engañemos, pero el virus nos lo ha hecho más visible, por si no lo teníamos claro: la necesidad de que tenemos que luchar cuesta arriba si queremos salir de unos retrocesos marcados  por un progreso cada vez más débil  y una desigualdad cada vez más acentuada.

Durante generaciones, los europeos hemos vivido instalados en el convencimiento de que el futuro sería mejor que el presente. Ya no. Y no obstante, tenemos la oportunidad de conseguir un futuro mejor, que no será igual que el de antes de esta pandemia, será distinto pero puede ser mejor. Ya sabíamos antes que esta crisis existía, pero ahora nos han gritado para que despertemos de nuestra abulia, no hay tiempo.

Este sentimiento empezó a cuajar en la década de 1950-60 . Hubo una inquietante Guerra Fría, crisis petrolera, financiera, inmobiliaria, terrorismo brutal y otras graves vicisitudes. Pero el gran desarrollo económico, social y tecnológico respaldó la expectativa consciente o subconsciente de que las cosas, en su conjunto, irían a mejor.

Esta convicción que ha acompañado la vida de los europeos durante tanto tiempo se ha quebrado con claridad, o mejor ya nadie lo duda. La crisis de 2008 la cuestionó fuertemente nuestra idea de progreso asegurado y la pandemia de 2020 la vapuleó. Afrontamos una etapa en la que el progreso ya no se puede dar por descontado porque sí. Sin inteligencia, cooperación y responsabilidad de todos no sobreviviremos. Todos somos Sísifo, la célebre figura mitológica condenada por los dioses a empujar una roca hacia arriba de un monte solo para verla caer hacia abajo cada vez. Toca convivir con la perspectiva de que nuestras rocas caerán.

En términos sanitarios y de bienestar, es evidente que queda un largo camino por recorrer, antes de que logremos superar los problemas sanitarios, con sus altibajos,  sus fases y rebrotes. En términos económicos, el desmorone es de tal magnitud que andar por las laderas del monte provocará múltiples caídas en el intento de recuperar la cumbre.

Claro está, no todos somos Sísifo por igual. Es obvio que las desigualdades de nuestras sociedades, en algunos casos obscenas, determinan puntos de partida muy diferentes en la infernal ladera que afrontamos. Para que esta lucha sea digna y exitosa es necesario un enorme esfuerzo para paliar estas desigualdades. Hoy día sin igualdad no hay políticas urbanas y económicas exitosas que nos saquen de este desmoronamiento. Pero no sabemos o nos cuesta poner en marcha políticas urbanas de igualdad y sostenibles.

Algunas ciudades, barrios, territorios, están resultando más golpeados, otros menos; algunos están más pertrechados, otros menos. Pero todos afrontan un camino común arduo que entraña retrocesos.

No nos engañemos, todos estamos siendo expulsados del Edén de la fe en un progreso constante, al menos durante un tiempo considerable, el tiempo que tardemos en comprendder que esta lucha hacía arriba o es cooperativa, o no se conseguirá. En esta nueva y triste condición humana, Albert Camus, nos ofrece una brújula espiritual, no es de la tan citada novela suya La Peste, sino de su ensayo El mito de Sísifo.

Cuando recordamos a Sísifo, todos solemos fijar nuestra atención en el individuo que empuja la roca hacia arriba; quizá, en el momento de su caída. Camus cambia su mirada, se interesa por el Sísifo que contempla la caída de la piedra, ese momento en el individuo desciende la ladera, rumbo al llano, para impulsar una vez más la roca. Hay algo de una grandeza extraordinaria en esos instantes de bajada, a solas consigo mismo, rumbo a afrontar otra vez el esfuerzo de volver a subir. “Sísifo me interesa en ese regreso”, escribe Camus. “Si el descenso se hace ciertos días con dolor, puede también hacerse con gozo […] las verdades aplastantes desaparecen al ser reconocidas […] el gozo silencioso de Sísifo está en eso. Su destino le pertenece […]”. Finalmente, Camus contempla el momento del ascenso. “La lucha por llegar a la cumbre basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

Ahí está pues la vía que nos ofrece Camus. Reconocer y asumir a fondo las verdades aplastantes a las que tenemos que enfrentarnos; sentir en el alma que nuestro destino es nuestro y aferrarlo entre las manos como una roca; sentir el gozo de la lucha; la dignidad como colectividad.

En definitiva, sentir que cada día seguro que nos tocará una roca, pero a la vez una nueva oportunidad. Que la lucha por remontar ennoblece en sí misma sin que haga falta alcanzar la cumbre, pero sí que lo intentemos conjuntamente. Que se puede renacer, y que todo nace de dentro nuestra, de nuestras ciudades y territorios, de nuestra dignidad como sociedad.

Vicente Seguí Pérez (Economista -Urbanista)