Asistimos a un curioso
comportamiento a nivel colectivo, un
fenómeno que no es nuevo, ha ocurrido en muchos momentos de la historia, por
muy diversas causas, pero ahora también se observa: la huida a la ‘naturaleza’,
desde los centros urbanos industrializados.
Hay personas que aún
ensalzando su propia civilización, esa cultura urbana en la que han crecido y a
la que le deben una parte importante de su bienestar, por razones
de una insatisfacción profunda que les va calando interiormente ,
prefieren pasar su tiempo de asueto lejos de esas hermosas ciudades modernas. Y
no solo su tiempo de asueto, sino que como un profundo río subterráneo
vemos como muchas personas renuncian, se autoexilian o se expatrían lejos
de un sistema urbano que cada día les agobia más. Hay una vuelta a la
naturaleza, al origen, lejos de ese malestar
urbano que asfixia.
La civilización
urbana engendra sentimientos profundamente arraigados de malestar, incluso de
desesperación y pobreza en medio de tanta abundancia. Cuantos más
artículos de consumo se van amontonando en las estanterías de los supermercados
más profundo es el deseo soterrado de algún elemento básico ausente. Algo
interiormente se resquebraja.
No obstante, para la mayor parte de la población urbanita, la tierra, el espacio rural, natural, es aquel que solo sirve para cultivar sus alimentos, por cierto contra mas baratos mejor, es el patio trasero de su casa, puede ser no sólo explotado y destruido sin misericordia por la agricultura industrializada, sino que también lo pueden devaluar como algo atrasado e improductivo, donde nada existe salvo lo que ellos quieren o desean. Sin embargo, paradójicamente, esa tierra, ese espacio rural, también es objeto de la añoranza urbana. Se convierte en un ideal, una proyección de sus vidas, es decir se convierte en propiedad “idealizada” del urbanita.
No obstante, para la mayor parte de la población urbanita, la tierra, el espacio rural, natural, es aquel que solo sirve para cultivar sus alimentos, por cierto contra mas baratos mejor, es el patio trasero de su casa, puede ser no sólo explotado y destruido sin misericordia por la agricultura industrializada, sino que también lo pueden devaluar como algo atrasado e improductivo, donde nada existe salvo lo que ellos quieren o desean. Sin embargo, paradójicamente, esa tierra, ese espacio rural, también es objeto de la añoranza urbana. Se convierte en un ideal, una proyección de sus vidas, es decir se convierte en propiedad “idealizada” del urbanita.
Para el urbanita, así como
para el demagogo naturalista, el espacio rural, la tierra, no tiene vida
propia, no tiene razón de ser por si misma, no puede desarrollar su propio
modelo, sino solo a través de las necesidades y sueños caprichosos de los
habitantes enjaulados en las ciudades industrializadas. ¡La naturaleza es
mi consumo¡ reclama el urbanita; ¡la naturaleza es mi ideal, mi paraíso¡
reivindica el demagogo naturalista.
Hoy en día los turistas y
los urbanitas sólo quieren experimentar la naturaleza y el paisaje de un
modo puramente consumista, a título de espectadores, no como actores, sino como
quien va al cine o como quien va a un parque a comer o a descansar o a soñar
sus incapacidades y traumas. Se consume el espacio rural como una
mercancía o un sueño infantil, y una vez consumida sólo se deja tras de sí un
montón de desperdicios y frustraciones.
La sociedad urbana industrial, a pesar de la abundancia, el tiempo libre y la industria del espectáculo, está impregnada de una profunda sensación de aburrimiento y apatía. La vida moderna deja muy poco espacio a la creatividad y al trabajo personal. Nos divierten, nos alimentan, y nos estimulan. En esta sociedad comprar es la única aventura que aún se nos permiten, aventura efímera inherente al ritmo urbano moderno
La abundancia de bienes y dinero, no solo nos lleva al empobrecimiento de otros, sino que encierra la aparición de un ansia insatisfecha, un sistema que nos destruye. Deseamos, aire limpio, tranquilidad, agua fresca, comida sana...queremos vivir, pero esto no se compra, ni se consume.
La sociedad urbana industrial, a pesar de la abundancia, el tiempo libre y la industria del espectáculo, está impregnada de una profunda sensación de aburrimiento y apatía. La vida moderna deja muy poco espacio a la creatividad y al trabajo personal. Nos divierten, nos alimentan, y nos estimulan. En esta sociedad comprar es la única aventura que aún se nos permiten, aventura efímera inherente al ritmo urbano moderno
La abundancia de bienes y dinero, no solo nos lleva al empobrecimiento de otros, sino que encierra la aparición de un ansia insatisfecha, un sistema que nos destruye. Deseamos, aire limpio, tranquilidad, agua fresca, comida sana...queremos vivir, pero esto no se compra, ni se consume.