Cuando visitamos una ciudad, lo
primero que percibimos de ella es su realidad física y la actividad urbana a
través de las relaciones que se producen entre sus habitantes. Esta primera
visión de la ciudad, está principalmente apoyada en la percepción paisajística
y sensorial que son capaces de provocar sus vacíos ó espacios públicos
(como generadores de dichas actividades y relaciones), y no sólo exclusivamente
los llenos ó arquitecturas que los conforman.
Esa simbiosis permanente
entre llenos y vacíos, que
definen no sólo la forma sino también la vida de la ciudad, no es
otra cosa que la inseparable relación entre la concepción arquitectónica y
urbanística desde cuya acción conjunta y permanente se va estableciendo el escenario
sobre el que se desarrolla la vida de sus habitantes. Pensamos que es
precisamente este aspecto en el que se basa la comprensión urbana de la ciudad,
como una realidad mágica en dónde nos deleitamos y disfrutamos de las
emociones que nos producen las acciones que se desarrollan en los espacios
urbanos debido a la potente convivencia social que estos provocan dentro del
entramado del tejido de la ciudad. Un tejido que nunca será homogéneo y
continuo, porque la complejidad de sus relaciones y usos no pueden tampoco
serlo, sino fragmentario en sus diferentes partes que se entrelazan por una
estructura que los une e hilvana de manera similar al de un edredón textil.
Quizás el olvido de estos valores
colectivos de la realidad urbana de la ciudad, nos haya llevado actualmente a
una difícil encrucijada en donde ni la acción del urbanismo, con toda su “
Torre de Babel” de confusas y estériles normativas incapaces de conectar con la
realidad de la ciudad y la demanda de sus usuarios , ni la acción de la
arquitectura que de manera aislada y al margen del que es su inseparable
soporte , logran completar la necesaria escena que necesita la
convivencia colectiva de la ciudad y su principal objetivo de hilvanar su
tejido . En medio de todo ello, el usuario de la ciudad no parece percibir, ni
entender, ese escenario como el adecuado para dicha convivencia,
buscando desesperadamente como único refugio las zonas históricas y sus
reproducciones manieristas que con cierta torpeza se les ofrece. Esta
contradictoria y confusa situación nos llevaría a tener que admitir que lo que
llamamos ciudad no es solamente su percepción material de lo que vemos construido,
sino que su mayor valor estaría en la
movilidad de sus actores que precisamente se produce en sus vacios
y que le dan el contenido y argumento para sentir y entender la urbanidad
como una concepción más dinámica y
cercana por su capacidad de simbolización a lo que su propia fantasía reinterpreta.
Por ello, la necesidad de
reencontrar esas lecturas colectivas que busca la ciudadanía para usar y vivir
la ciudad, nos obliga a definir los nuevos espacios no sólo desde las buenas
herencias del pasado sino también integrando las condiciones que exige la
modernidad actual de la ciudad, tanto en sus escalas urbanas como en las nuevas
escalas territoriales que han generado las grandes infraestructuras provocando
un nuevo modelo de sistemas de geociudades que requieren también
diferenciados instrumentos de acción urbanística y arquitectónica para
reconocerlas como tales. Y quizás aquí radique el mayor fracaso de la actual
concepción profesional de la ciudad, al haberse separado las reflexiones de las escalas de la arquitectura y el
planeamiento envueltas actualmente en una complicada y confusa crisis de
identidad y de falta de entendimiento con su usuario, intentando cada una por
separado solucionar sus propias intervenciones. Volver la vista atrás, para
reencontrar el hilo conductor esencial de la razón y ser de esa magia de los nuevos lugares
que hacen posible la ciudad, como la mayor creación del ser humano en donde desarrolla sus emociones de vivir y relacionarse,
sería de alguna manera reinventar su valor y concepción histórica que justificó
su creación y su permanencia futura.
José Seguí Pérez.
Arquitecto